LA TORRE Y SU CAMPANA
En los últimos años he escuchado de varias personas, sacerdotes, arquitectos, o laicos comprometidos, que me comparten sus pensamientos, o mejor dicho sus dudas, acerca de la conveniencia de tener aún hoy una torre en las parroquias ¿cómo para qué? ¿es aún necesario? y más si en su barrio ya no se pueden tocar las campanas, de igual manera se preguntan ¿cómo para qué? Si ya todos sabemos a qué horas son las Misas ¿qué caso tiene?
Al respecto, me parece, que el mejor modo de adentrarnos en el tema es narrar la experiencia de la parroquia en la cual ejerzo mi ministerio desde hace algunos años: la parroquia del Espíritu Santo en Cd. Guadalupe.
Las primeras veces que vine a esta comunidad batallaba para ubicar el templo. El templo viejo hecho hace unos 40 años, y hoy ya demolido, era una edificación de poca altura y en parte cubierta con unos árboles frondosos. Recuerdo una ocasión que el párroco anterior, mi antecesor, me invitó a celebrar con él alguna fiesta y me pasé de largo, no di con el templo a la primera, tuve que preguntar (aún no había celulares inteligentes con aplicaciones de mapas) y finalmente pude llegar a mi destino. Ya había pasado enfrente de él, pero no lo distinguía.
Años después fui nombrado párroco de esta misma comunidad, ya supe cómo llegar sin mayor problema, pero los laicos narraban que algunas personas comentaban que el templo en su pobreza y baja altura “no se distingue”, “no se ve”, etc.
Cuando comenzamos a planear un nuevo templo parroquial con el Arq. Eduardo Padilla (Q. E. P. D.) y su equipo de trabajo, comentó de inmediato que se necesitaba una torre y que fuera una torre alta. Para que el templo fuera identificable de una manera sencilla, y que se distinguiera por todos como el lugar de la comunidad eclesial. Se pensó en una torre alta de 21 mt, esa altura no es tan elevada considerando que, por dar un ejemplo, la torre de la Basílica del Roble mide 75 mt, pero al menos iba a ser en el contexto urbano un punto de referencia en la extensa Av. Acapulco de Cd. Guadalupe y en este amplio sector de la ciudad.
Años después comenzamos el proyecto del nuevo templo por la edificación de la torre, la comunidad fue atestiguando su edificación desde los cimientos hasta llegar a la cúspide. Ese pasar de un estado de “no-torre” a “sí-torre” fue todo un proceso interesantísimo para la comunidad. Fue todo un proceso de identificación y hasta, me atrevo a decirlo, un momento fundamental en su proceso de maduración comunitaria.
Ya no era el lugar que nadie sabía dónde era o todo mundo se perdía para dar con él, era la Iglesia que está ahí “dónde está la torre”.
Pero faltaba aún otro paso más: la campana. En nuestro caso el campanario se diseñó para albergar hasta 3 toneladas de campanas, pero por lo pronto se mandó a hacer sólo una de tonelada y media a Guadalajara. Y llegó un día en que, previa bendición del Sr. Arzobispo, la campana que lleva por nombre “Del Señor del Gran Poder”, se elevó y tocó. Se escuchó.
Si el tener torre ya había significado un adelanto enorme en la autopercepción de la comunidad, el que la campana sonara y que se escuchara a varios kilómetros a la redonda dio otro “nivel” a la autopercepción de la comunidad. Y todo ello no por que fuera una comunidad que se subestimara, pero la torre y su campana fueron la “cereza en el pastel” de toda una visión de la comunidad en sí misma.
Así cuando los padres o laicos o arquitectos me preguntan acerca de la conveniencia o no actualmente de tener torre o campana suelo contar todo lo anterior. Habrá lugares en que por muy diversos motivos aún no se pueda edificar una torre: ya se hará después; habrá zonas de la ciudad en que los vecinos ya no toleren el que las campanas se toquen y se respeta; habrá edificaciones antiguas en las cuales ya no sea posible hacerlo… Pero dónde si se pueda, adelante, ánimo con sus deseos de edificar su torre y tener y hacer tañer su campana.