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VIRTUDES TEOLOGALES: ESAS FUERZAS QUE DIOS NOS INFUNDE

Cuando el gran conquistador, Alejando Magno, se dirigía a la India para ensanchar las fronteras de su gran imperio, encontró a su paso, tumbado en el suelo y disfrutando plácidamente los rayos del sol, al famoso filósofo Diógenes de Sinope. El poderoso militar quiso tener un generoso gesto para con el harapiento sabio por lo que le instó a pedirle lo que fuera. Para sorpresa del magno emperador, el andrajoso pensador, le dijo con simplicidad, pero a la vez, con parsimonia: “Hazte a un lado porque me estás tapando el sol; fuera de eso, no necesito nada más.” 

Esta conocida anécdota ilustra bien esa actitud a la que coloquialmente llamamos “cinismo” y que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua española define como “extravagancia presuntuosa y grosera en la manera de hablar y de actuar.” Pero el “cinismo” era originalmente el nombre dado a una corriente filosófica, fundada por Antístenes, en el siglo IV a.C., y de la que Diógenes de Sinope es uno de sus principales representantes. 

A quien se adhería a esta escuela filosófica se le llamaba “cínico” que, en griego significa “perro” (kyon), en razón de que para alcanzar la felicidad se proponía, como estilo de vida, lograr ser autosuficientes. Mediante una rigurosa disciplina física y mental, los cínicos pretendían no depender, ni necesitar de nadie para ser felices, por lo que no extrañaba que, al expresarse sobre las necesidades humanas, lo hicieran de una manera satírica o burlona. 

En general, esta manera en la que los cínicos entendían la felicidad se basaba en la idea griega de la perfección, la cual se alcanzaba mediante la práctica de las virtudes. Conviene recordar que, para los filósofos griegos, la virtud es, por definición, algo que se «adquiere» por el esfuerzo que cada cual pone al repetir un determinado acto. La repetición de una determinada práctica genera eso que llamamos “hábito” y éste, a su vez, representa en nosotros una fuerza que automáticamente nos permite hacer ciertas cosas de manera fácil, rápida y agradable.

Para los griegos, la virtud es un “hábito bueno”, conseguido a fuerza de disciplina física y mental. Por eso, Diógenes se mostraba como un hombre fuerte y virtuoso porque no necesitaba de grandes cosas o riquezas para ser feliz, puesto que le bastaba, en cambio, una vida sencilla. Sin embargo, esta “virtud” natural no deja de suponer el riesgo de la vanidad y del orgullo porque, así como una persona físicamente fuerte se puede creer superior a los más débiles, así el que ha adquirido fuerza, con sus hábitos, se puede volver cínico con los demás.

Un buen cristiano debe saber que, delante de Dios, no puede presumir nada porque como dice san Pablo: «¿qué tienes que no hayas recibido de Dios?» (1 Cor., 4, 7). Ciertamente, uno puede granjear, con su trabajo, el propio salario y aunque este salario nos sirve para comer, debemos recordar que “no sólo de pan vive el hombre” (Mt. 4,4). Aquello que más necesitamos para vivir, como la confianza y el amor de los demás no los podemos obtener como si de un sueldo se tratara. La confianza, como el amor o el cariño, son esas fuerzas que alguien nos inspira, nos infunde y hace crecer en nosotros espontánea y gratuitamente. Se trata de una fortaleza que, aún brotando en nuestro interior, no ha tenido su origen en nosotros, sino en aquellas personas que infundieron o provocaron en nosotros ese dinamismo de vida que nos levanta y nos mueva cada día. 

 A diferencia de los griegos, los primeros cristianos descubrieron en el Evangelio de Cristo que una virtud no se adquiere sólo por el propio esfuerzo, sino que también puede ser «infundida» o «recibida» como regalo gratuito, es decir, inmerecido. Se llama entonces, «virtud teologal» a esa fuerza de amor que Dios infunde en nosotros para que podamos hacer o actuar como él; es decir, no movidos por amor propio, sino por amor a Él. 

Es así que, en cuanto Dios amoroso infunde en nosotros la fuerza para vivir, se dice que las virtudes teologales, tienen a Dios por “causa”. Y en cuanto que el amor de Dios se convierte en la finalidad de nuestro diario vivir y actuar, se dice que las virtudes teologales tienen a Dios por “objeto”, es decir que tienen en él su destino.

Según nuestra fe, nadie es virtuoso, ni se hace santo a causa de su propio esfuerzo, sino que el amor de Dios nos transforma y convierte en buenos y santos. Así como el olmo no da peras, y los sarmientos no dan uvas, si están desgajados de la vid, del mismo modo, nadie puede amar como Dios ama, por la fuerza de su propia naturaleza o de sus propios hábitos. Con las solas fuerzas naturales no es posible amar como Cristo nos ama; más aún, sin su amor nada podemos hacer (cf. Jn. 13, 34 y 15,5), pero por él, con él y en él, todo es posible (cf. Filp. 4,13). Por esto, las virtudes teologales son también llamadas «sobre-naturales».

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Rector de la Universidad Pontificia de México

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