No se infringe ningún sigilo sacramental, si se dice con claridad que aquello de lo que, con mayor frecuencia, se confiesan los fieles es eso de enojarse y pelear irasciblemente con quienes conviven a diario y más estrechamente, como los familiares, los amigos, los compañeros de trabajo o de estudio.
Por supuesto que no se revela ningún secreto, precisamente porque “enojarse” es algo tan común, como natural. Habrá que decir, incluso, que, en la Biblia, tanto en el Antiguo, como en el Nuevo Testamento, el enojo no sólo no es censurado, sino atribuido al mismo Dios o a Jesucristo. De modo que no es raro que se afirme que Dios se encolerizó o se llenó de ira (Nm. 11,1) o que Jesucristo “sintió o miró con ira” a los escribas y fariseos, por ejemplo (Mc. 3,5).
Además, los Salmos, como la Carta a los Efesios distinguen entre el enojo y el pecado, pues invitan a no pecar, en caso de estar airado o irritado (Ef. 4,26), lo que significa que un tal estado anímico, de suyo, no es una ofensa contra Dios. Pero más allá de la Escritura, también uno de los grandes representantes de la reflexión teológica, como santo Tomás de Aquino, citando a San Juan Crisóstomo, sostiene que, en algunas circunstancias, la “falta de ira” puede ser un pecado, de modo que, en ocasiones, es necesario y conveniente enojarse. Pero entonces, ¿por qué Jesús dice también que “todo el que se irrite contra su hermano será llevado al Tribunal de Dios”? (Mt. 5, 22) y ¿por qué la Iglesia enseña que la ira es un pecado capital?
Conviene aclarar cómo es que la ira o el enojo, siendo algo tan “común y natural”, puede luego llegar a convertirse en un “pecado». Lo primero que se debe decir es que el enojo o la ira, en cuanto emoción, no sólo es frecuente entre personas, sino es un sentimiento común a los seres humanos y a los animales. Se trata de una reacción generada, por un aumento de la hormona llamada “testosterona” y un descenso de los niveles de “cortisol”, en el sistema neuroendocrino. La finalidad de esta reacción es disponer y preparar el cuerpo para defenderse ante cualquier amenaza y garantizar así, la sobrevivencia.
Sin embargo, también es cierto que la ira puede desbordarse, y por ello, en contraparte, el trabajo asimétrico de los lóbulos frontales del cerebro humano contribuye al control del impulso agresivo. Pero, la elemental conducta instintiva queda desinhibida, cuando dichos lóbulos sufren una lesión. Fue esto lo que sucedió en el famoso caso de Phineas Gage, el obrero estadounidense que quedó afectado por un terrible accidente que le perforó un lóbulo frontal, mientras trabajaba en una ferrovía, en Vermont. Aunque sobrevivió, Phineas Gage dejó de ser el amable y gentil vecino que el pueblo conocía para convertirse en una persona grosera, iracunda y obscena.
No obstante que los estudios clínicos sobre casos como el de Gage han permitido que la moderna neurociencia tenga un mejor conocimiento del origen bioquímico del enojo, cabe decir que, ya desde el s. IV a. C, Aristóteles había hecho un estudio de los diferentes tipos de irritabilidad. Esta clasificación fue luego retomada por Tomás de Aquino (s. XIII d.C.) quien admite, con el filósofo, que la ira que se suscita espontáneamente contra una amenaza o agresión es completamente natural y no es objeto de ninguna consideración moral. En cambio, para el mismo Tomás, se puede considerar “pecado de ira” al vehemente deseo, no de defenderse, ni de corregir enérgicamente y reparar justamente el mal cometido, sino de causar daño de modo desproporcionado, incluso al inocente.
La ira, como una emoción suscitada espontánea y reflejamente ante una amenaza o agresión, no constituye en sí, ningún pecado porque en esta reacción instintiva no está implicada la voluntad. Así, es comprensible que, por ejemplo, los niños y adolescentes en quienes, los lóbulos frontales no han llegado a madurar, sean más irascibles. Igual la irritabilidad, pero a causa del deterioro de los lóbulos, será también más o menos habitual en los más ancianos.
Pero la ira se vuelve pecado, cuando esta emoción es consciente y voluntariamente consentida al grado de que, perdido su origen espontáneo, se le retiene de modo implacable por largo tiempo. Un tal enojo se llama, más bien, “rencor”. Y he aquí una gran diferencia con los animales, pues éstos son irascibles, pero no rencorosos. Al sentimiento de ira, conservado libremente, por largo tiempo, le ocurre lo mismo que a un alimento que, al paso del tiempo, se vuelve rancio e intoxica gravemente a quien lo retiene y a quien se le comparte.
Si la ira deja de ser una mera emoción y se transforma en un acto intencionado (“me quiero enojar, vengar y castigar para hacer daño”) constituye ya un pecado que, como todos los pecados capitales, engendra otros pecados que destruyen la paz interior, la amistad con Dios y con los demás.
Como se ve, entre lo espontáneo y lo consentido voluntariamente hay una línea muy tenue. Por ello, no basta el sólo juicio moral para una expresión y digestión adulta del enojo. Es preciso también un decidido ejercicio de educación y curación de los propios hábitos espontáneos, mediante un análisis consciente e inteligente de nuestras emociones.
Rector de la Universidad Pontificia de México