¿Qué es lo que veían nuestros abuelos, cuando todas las tardes se sentaban en las sillas afuera de su casa, en la orilla de la banqueta, con el pálido sol de compañero? ¿Qué veían en los atardeceres, qué sentían al palpar el aire que los acariciaba? ¿Qué misterio les susurraba el trinar de los pájaros?
¿Qué es lo que habremos perdido, cuando no entendemos, cómo ellos se meceaban en las tardes sintiendo pasar el tiempo, contemplando el cielo, paladeando el viento, escuchando el silencio, viendo menguar poco a poco la luz crepuscular, y compartiendo, quizá lo que nosotros no sabemos, la compañía de sus seres queridos, junto a sus perritos y gatitos. ¿De qué historias platicarían? ¿A quiénes recordarían?
¡Cuánto hemos perdido, y que no hemos sido capaces de descubrir. ¿Quién nos devolverá la riqueza que no hemos aprehendido?
¿Será porque uno se cansa de lo nuevo, pero no de las cosas antiguas? ¿Será porque solo la intimidad produce intensidad, profundidad y despierta resonancias, ecos, que nos conectan con Dios y con las personas? ¿Será porque solo esta familiaridad nos recuerda las cosas y sobre todo a las personas que han dejado una huella imborrable en nuestras vidas?
Escucha: Porque no hay depresión, ni aburrimiento, en este tipo de rituales – el sentarse en las tardes a compartir la vida-, siempre donadores de sentido, donde el alma se descubre absorta en imágenes, experiencias y recuerdos llenos de sentido.
+Alfonso G. Miranda Guardiola