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“NO SABEMOS DÓNDE LO HABRÁN PUESTO”

El enterramiento es, quizá, uno de los indicios arqueológicos más seguros, a partir del cual se puede datar el comienzo de la especie humana. Está comprobado que hace más de cuatro mil años a.C. se hicieron comunes las grandes construcciones arquitectónicas, en forma de cámara, para sepultar a varios muertos. Los ritos funerarios, que acompañan las sepulturas, son efectivamente, un signo inequívoco de la capacidad del cerebro humano para simbolizar las emociones. Como sabemos, las emociones, propias de nuestra condición animal, tienen una específica función de agregación dentro de una manada. Pues bien, al paso de la evolución, la emoción animal de duelo por un miembro del grupo alcanzó, mediante la simbólica comunicación ritual, su más alto y excepcional nivel social, característico de nuestra especie.

También la literatura de varias culturas da testimonio de la antigua costumbre de enterrar a los difuntos, como una expresión de veneración y respeto por el cuerpo humano. Así, por ejemplo, en la mitología griega, Antígona es modelo del cumplimiento del deber sagrado de honrar a los muertos. En efecto, la hija de Edipo fue condenada por su tío Creonte, a ser sepultada viva, a causa de desobedecer la orden de no enterrar a su hermano Polinices. La Biblia también nos narra la historia del piadoso Tobit que debió huir, al ser sorprendido dando sepultura a sus compatriotas judíos, caídos en la guerra. Sin embargo, ambos relatos dan testimonio, al mismo tiempo de que, si las honras fúnebres son una práctica muy antigua, también lo es la práctica contraria de no sepultar a los difuntos o de usurpar sus tumbas. 

De este lamentable hábito de robar los cuerpos da cuenta el capítulo 20 del evangelio de san Juan (1 -9), proclamado en el primer domingo de Pascua. Ahí se nos narra que, en la madrugada del primer día de la semana, Magdalena encontró que la piedra del sepulcro de Jesús había sido removida. En esta escena, María, temiendo el hurto del cuerpo del Maestro, ni siquiera entra para averiguar qué ha pasado. Se echa a correr hasta encontrar a Simón Pedro a quien le dice con seguridad: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.» (Jn. 20, 2)

A la misma posibilidad de robo se refiere explícitamente la solicitud, que los sumos sacerdotes y fariseos le hicieron a Pilato, de asegurar el sepulcro, con soldados, hasta el tercer día, sospechando que serían los mismos discípulos los que extraerían el cuerpo para decir luego que habría resucitado. (cf. Mt. 27, 62 -66). Como se ve, la hipótesis del robo del cuerpo de Jesús es tan vieja como los mismos evangelios y son éstos los que la reportan. Pero también ha reaparecido recientemente, y de modo implícito, en esa película del 2001, titulada “The body” (El cuerpo). En dicho filme se ilustra el supuesto hallazgo de un cadáver perteneciente al año 30 d.C. y cuyo esqueleto muestra una fractura en una costilla, producto de una lanzada. 

Pero lamentablemente, el robo o desaparición de cuerpos no es simplemente un tema histórico, documentado por la cinematografía contemporánea con fines comerciales. Se trata también de un hecho narrado frecuentemente en los diarios nacionales. Recordemos tan solo que en el primer mes de este año 2022, los padres de un bebé fallecido a los tres meses de nacido, y al que habían dado el nombre de “Tadeo”, fueron al panteón de Iztapalapa, donde lo habían sepultado, apenas el 6 de enero, día en el que tradicionalmente se celebra la adoración de los magos al niño nacido en Belén. Pero además de este triste caso, ¿Cuántas personas hay en nuestra patria que no han podido llorar y hacer su duelo con el rito luctuoso del enterramiento o la incineración? Su angustia es también la de la Magdalena: “¿dónde le habrán puesto?”.

La muerte de un ser querido está ya, de suyo, envuelta en un halo de misterio, incomprensible para nuestra razón. De la muerte no sabemos nada y nunca tenemos razón suficiente para acallar el dolor causado por la pérdida de un ser querido. Ni el diagnóstico médico, ni la autopsia, ni la edad del fallecido, ni ninguna otra natural evidencia pueden desvanecer la espontánea pregunta que surge en el corazón y en la mente de todos los deudos: ¿por qué se fue? ¿por qué murió? ¿por qué Dios se lo llevó?, ¿Dónde estará ahora?

La desaparición de los cuerpos, de tantas víctimas del crimen organizado, ha dejado un gran vacío en el corazón de muchas personas y es semejante al vacío que deja siempre la partida del ser amado. “No está aquí” (Mc. 16, 6) es una lapidaria evidencia que desafía toda lógica humana, pero al mismo tiempo, el vacío de la sepultura y de nuestro corazón, nos llama a la fe; a creer que nada, ni nadie nos puede robar el amor que dimos y que nos fue dado por lo seres que ya partieron o, trágicamente desaparecieron. Aunque su cuerpo “no esté aquí”, su amor está en cada uno, pues “el amor es más fuerte que la muerte” (cf. Cant.8,6). “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe.” (1 Cor. 15,14)

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Rector de la Universidad Pontificia de México

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