Cada vez ,que, como bautizados repetimos el Credo en la misa o en nuestra oración personal; por medio de este acto lo que estamos haciendo es reconocer, asentir y aceptar en aquello que nos aúna como cristianos y que constituye la síntesis de nuestra fe, es en lo que creemos; en relación con Jesús decimos “que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen”. Es pues dogma de fe la Maternidad Divina, por medio de la cual creemos que María es “verdaderamente” la Madre de Dios, esto sucedió a la Esclava del Señor, en virtud de su completa disposición al plan de Dios, aceptando su voluntad, y solo entonces, el Verbo Eterno, la Palabra “puso su morada entre nosotros” (cf. Jn 1,14). Dice san Agustín: “Ella concibió primero en su corazón (por la fe) y después en su vientre”.
En este hermosísimo corazón de la Inmaculada, hay una capacidad de amor que solo quién ha experimentado la cercanía con ella, por medio de su Hijo, puede entender la maternidad no solo hacia Jesús, sino también hacia todos nosotros. Si hay algo que nos acomuna a los católicos, es el reconocimiento implícito en nuestra fe, de que la Virgen Madre es también madre de cada uno de nosotros, por ello no dudamos en acudir a sus maternales cuidados y suplicar su intercesión, cómo lo hacían ya desde antiguo los primeros cristianos, y que queda como testimonio de la fe del pueblo, por medio de la conocida oración: Bajo tu amparo (Sub tuum praesidium), que los cristianos le rezaban ya, por lo menos, en el año 250 d.C.
Pero ¿es lícito para los cristianos llamarla Madre nuestra? Desde las Sagradas Escrituras, el evangelista san Juan, nos ayuda a comprender mejor este tema. El capítulo 19, 25b-27 expresa: » Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa».
El texto nos muestra cómo a partir de este momento el discípulo empieza una relación muy cercana con la Madre de Jesús, en delante la madre de todos los cristianos, un fundamento de la unidad en el cristianismo; aunque sabemos que el fundamento central y teológico es que somos hijos de un mismo Padre (cf. Ga 4,4-7), por la adopción en Cristo, y esa misma adopción nos hace participar también de la maternidad de una misma Madre. A esta relación filial que tenemos con María en virtud de nuestro bautismo, le llamamos maternidad espiritual.
San Juan Pablo II, a partir de este texto, nos ayuda a entender mejor este término: “Así, de manera nueva, la vinculó a Ella, su propia Madre, al hombre: al hombre a quien transmitió el Evangelio. La ha vinculado a cada hombre. La ha vinculado a la Iglesia el día de su nacimiento histórico, el día de Pentecostés. Desde aquel día toda la Iglesia la tiene por Madre. Y todos los hombres la tienen por Madre (…) La maternidad espiritual no conoce límites. Se extiende en el tiempo y en el espacio. Alcanza a tantos corazones humanos. Alcanza a naciones enteras”.
En este momento, Jesús designa a la par la nueva identidad de la dos personas al pie de la cruz, y una nueva relación ,que, desde ese momento tendrá proyección en el futuro, en delante ella será Madre para todos los discípulos que han de venir, y todos los discípulos habremos de acogerla verdaderamente como madre nuestra; en delante tendremos una madre común a Jesús, y el discípulo adquirirá un nuevo compromiso: llevarla consigo como lo más valioso de su casa (cf. v.27b) Porque, como dice san Agustín: “La recibió, no por sus propiedades (pues nada tenía propio), sino en los cuidados que solícito la había de dispensar”. Es pues para todos nosotros, especialmente los bautizados, no sólo un compromiso, sino una característica que hemos de imitar del discípulo amado hacia María, una relación cercana con ella, tan cercana, o aún más, de la que tenemos con nuestra madre terrenal.
Esta hermosa realidad, revelada por Cristo en la Cruz, nos alcanza a todos los hombres; María es esa misma Madre que tuvo Jesús, quién en sus últimos momentos de vida terrena, sale de sí mismo, olvida por un momento su sufrimiento, para mirar nuevamente con amor extremo a la humanidad en la persona de María Santísima.
Es necesario ante este legado recibido de Nuestro Señor, meditar sobre nuestra relación con María, y revisar que tan cercano soy a ella, si solo soy su hijo de palabra, o la hago mi madre en todo momento. Del amor de ella hacia nosotros no podemos dudar, quizá, en muchas ocasiones, como en las bodas de Caná (cf. Jn 2,1-11), María ha sido esa intercesora discreta ante el Señor, y le ha hablado de nuestras necesidades, aún y cuando nosotros no nos hayamos dirigido hacia ella, pero vio nuestra necesidad y actuó.
Algunas cuestiones prácticas para tener una relación más profunda y cercana con nuestra Madre pueden ser las siguientes:
- Dedica tiempo a conocerla más. Lee los pasajes de la Biblia que la mencionan, reflexiona con detenimiento, consulta lo que de ella han dicho los Santos Padres.
- Plática con ella. No solo dedicando un tiempo específico dentro de tu oración, sino teniéndola en cuenta en los diversos acontecimientos del día a día.
- Haz presencia de ella. Coloca una imagen de María en tu casa y lugar de trabajo, comparte tu devoción (siempre siendo respetuoso) con los que te rodean.
- Pídele que te enseñe a ver a su Hijo con sus ojos: especialmente meditando el misterio de Cristo por medio del Santo Rosario, para alcanzar paz y sabiduría.
- Demuéstrale tu amor con detalles. Cualquier momento del día es bueno para expresarle tu amor, reza un Avemaría, dedícale jaculatorias, llévale flores, etc.
- Imítala. Nada demuestra más nuestro conocimiento y amor hacia ella que imitándola; la verdadera devoción consiste en la imitación de sus virtudes, ya que, de ese modo, nos configuramos con su Hijo Jesucristo.
Sabiendo esto, no dejemos de festejarla, este 10 de mayo ¿Tú lo harás?.