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LAS INDULGENCIAS EN EL AÑO DE SAN JOSÉ

Comúnmente, los padres advierten a sus hijos contra las tristes consecuencias que tienen ciertos comportamientos. Pese a ello, suele suceder que, por inexperiencia, los hijos desoyen tales consejos y, finalmente, tienen que cargar las lamentables consecuencias de las que se les quiso prevenir. Cuando esto ocurre y un ser querido sufre a causa de sus equivocadas decisiones, ¿Qué podemos hacer? Aunque cada quien es responsable de sus actos, no obstante, en esas circunstancias, podemos ser “indulgentes” y tratar de comprender, consolar y ayudar a quien, sabiéndolo o no, se procuró su desgracia.

 

         Tener esta actitud de benévola comprensión para con quien se equivoca o tener esta facilidad para perdonar o no castigar severamente a quien yerra, es una actitud a la que el diccionario define como “indulgencia”. Precisamente por esto, la indulgencia es también una palabra asociada, desde hace muchos siglos, a la práctica penitencial cristiana. Desde sus comienzos, el sacramento del perdón, no sólo implicaba la confesión privada de los pecados, sino también una penitencia. A este sacramento se lo ha comparado con el acto jurídico de un juez que impone una pena, una vez “confesada” la culpa, precisamente porque dicha declaración es un elemento esencial del sacramento.

 

         Pero a la confesión se le entiende también como “reconciliación” porque la confesión de la culpa, implica el doloroso reconocimiento de haber ofendido a quien tanto nos ama, así como el firme propósito de no volver a ofenderlo. Este sincero arrepentimiento nos reconcilia con nuestro Padre Dios, es decir, nos vuelve a unir en el amor a él. Dios misericordioso está siempre dispuesto a perdonarnos la ofensa que le hacemos, cuando desoímos su amorosa voz de Padre. Con sus mandamientos, este buen padre nos aconseja el mejor modo de vivir y de convivir con sus otros hijos, nuestros hermanos. Por eso, el pecado de no escucharlo lleva la “pena” de sufrir las consecuencias de nuestros actos egoístas, de modo que, como dice el refrán, “en el pecado, llevamos la penitencia.” Y en efecto, a este sacramento se le llama también “penitencia”.

 

         En nuestros días, para evitar que pensemos en un Dios juez y castigador, no sólo se prefiere hablar de sacramento de la reconciliación, sino incluso, muchos confesores no dejan ya penitencia ninguna, como para sugerir la gratuidad del perdón divino. Sin embargo, antes del siglo VIII, en el Occidente cristiano, quienes habían cometido graves pecados debían hacer grandes penitencias públicas. Convencidos de que el perdón de la culpa, por parte de Dios, no desaparece las consecuencias personales del pecado, en el siglo XI, se introdujo la práctica de las indulgencias. Las indulgencias son la forma de remitir, es decir, de paliar temporalmente o de quitar, de modo pleno, las penosas consecuencias del pecado.

 

         Quitar temporalmente o plenamente la pena personal de los pecados es sólo posible por la fe en que la misericordia – indulgencia, que Dios nos ha manifestado en la pasión de Cristo y en la bondad de los santos –, puede ahora ayudarnos a regenerarnos en personas nuevas. Pensemos en el hijo de la parábola de san Lucas (15,11- 32), a quien el padre no sólo perdona, sino que, revistiéndolo, calzándolo y haciéndolo sentar en una mesa de fiesta, le hace no sentirse, ni pensarse como esclavo, sino como verdadero hijo. Pero, por desgracia, su hermano mayor no cooperó para hacerle sentir lo mismo.

 

         Lamentablemente, desde el siglo XIII, las indulgencias empezaron a ser entendidas de un modo mágico y hasta comercial, como si se tratara del cambio de un castigo por el pago de una “fianza”. Pero ahora, entendemos que la penitencia no tiene un carácter penal, sino más bien medicinal, y en consecuencia, las indulgencias, lejos de entenderse como un acto meramente jurídico, comercial y mágico, expresan justamente que la absolución sacramental no es un automático “borrón y cuenta nueva”. La confesión de la culpa no es una simple autoacusación que da luego permiso para comulgar, dejando en el olvido los efectos que, en el pecador y en los ofendidos, ha tenido el mal cometido. La confesión de la culpa es, por parte del pecador, el acto esencial del sacramento que, debe ser precedido por el perfecto dolor de arrepentimiento (contrición) y seguido por el acto de la satisfacción, es decir, la penitencia o reparación.

 

         La “pena temporal”, como se llama a los efectos del pecado, debe ser satisfecha con la penitencia para así, cooperar a hacer eficaz la gracia del perdón recibido. Pero en este acto de satisfacción, el penitente no está solo, pues en ciertas circunstancias y condiciones dispuestas por el Papa y los Obispos, la “indulgencia” de Cristo y de todos los santos, nos sostienen y aprovechan, para que más fácilmente, de modo pleno o parcial, nos veamos libres de las secuelas del pecado. Es como cuando el médico no sólo nos da la medicina, sino con ella, nos asiste con una terapia en la que se involucra el personal de salud y la propia familia. Todo un entorno solidario y capacitado contribuye a nuestra regeneración.

 

         En este primero de mayo en que celebramos a San José Obrero, recordemos, especialmente que, por disposición del Papa Francisco, todo el año está dedicado a él, ya que hace 150 años, el papa Pío IX lo proclamó patrono de toda la Iglesia. 

         En el año de san José, la Iglesia nos llama a aprovechar un favorable ambiente no sólo para aprovecharnos de la indulgencia y benevolencia de Cristo, san José, María y todos los santos, sino también para esforzarnos en dar ejemplo de santidad y vida cristiana para ayudar así a los que, arrepentidos de sus pecados, hacen esfuerzos por hacer de su corazón, semejante al de Cristo. 

 

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Rector de la Universidad Pontificia de México

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