A Patito, ese pequeño niño de cinco años que ya ha empezado su formación preescolar, no le queda duda alguna que, de lunes a viernes, su mamá estará puntual, en la puerta de la escuela, a las 12:00 del medio día, para llevarlo de regreso a casa. Ciertamente, el primer día que le llevaron al kínder, esto no fue así, pues Patito lloró con todas sus fuerzas; pensaba que su madre lo abandonaba y que jamás la volvería a ver; pero poco a poco, se fue dando cuenta de que cuando su mamá le dice “volveré por ti, a las 12:00 sin falta”, ella no miente y eso es totalmente verdad porque lo cumple. Patito sabe y cree que su madre no le abandonará, aunque se ausente por un tiempo.
Esta singular confianza cultivada por la madre, desde la más tierna infancia de un niño, no necesita de ningún comprobante. Por eso, nuestros padres o cuidadores mayores son esa primera fuente de conocimiento de la que nos fiamos ciegamente para poder sobrevivir y aprender lo que nos conviene para ese propósito.
Ciertamente, creer como verdad lo que otro nos dice y sin que tengamos prueba alguna, es tener fe o sea, confianza en el otro. En este sentido, hay que recordar que la fe, como acto humano, es esa peculiar y común forma humana de conocer sin ver, sin tener evidencias. Si, por ejemplo, una joven cree en la confesión de amor que le hace su pretendiente, entonces, tal acto de creer supone que ella asume como verdad la declaración del enamorado. Sin embargo, cabría preguntarse, si asumir así, como verdad, lo que otro dice, pero sin tener ninguna prueba, más que confianza, sería ingenuidad.
Si se suele decir que la fe es ciega no es porque se suponga que la fe sea ingenua. Más bien, cuando alguien cree, como verdad, lo que otro dice es porque quien se lo dice es una persona que se ha hecho «creíble», a fuerza de habernos dado muestras de querernos bien y de decirnos siempre cosas «razonables». En este sentido, una persona creíble es una persona confiable; alguien a quien se le puede creer “ciegamente”, sin necesidad de pruebas.
Ahora bien, la confianza que yo puedo tener en una persona es una característica propia y, sin embargo, aunque soy yo el que “tiene” la confianza, se debe reconocer que esta fe no nació en mí, sino que es algo que la otra persona, por el hecho de ser confiable, «ha suscitado» en mí. Por tanto, la confianza que yo tengo es un regalo que el otro me hace. Son los demás quienes nos hacen creer o dudar. Alguien es confiable por su honesta coherencia de vida; es decir, por la “credibilidad” de su testimonio, pero también por la razonabilidad de lo que comunica y de este modo, nos hace “creyentes”.
Cuando esa persona creíble, es decir, aquella en la que se confía no es ya un semejante, sino Dios mismo, cuyo testimonio razonable nos «infunde» la confianza de creerle, como a alguien veraz y de creerle, como verdad, todo lo que nos dice, entonces, ya no estamos hablando del acto humano del creer, sino de la virtud teologal de la fe, pues es a Dios a quien creemos porque él mismo ha engendrado en nosotros la confianza que le tenemos.
Pero ¿Cómo podríamos tener fe en Dios, si no lo podemos ver, ni oír porque Dios no es material, ni tiene cuerpo como nosotros? A este respecto hay que recordar que nuestra capacidad de entender consiste en poder ver y oír algo que no es material. Por ejemplo, cuando vemos una columna de humo en lo alto de un cerro, «podemos ver», con el entendimiento, el fuego que no percibimos por los sentidos corporales. Lo que vemos sin los ojos es la idea verdadera según la cual todo efecto tiene una causa y, por tanto, aunque no vemos fuego, sabemos que hay o hubo fuego, ahí donde hay humo.
También el amor es invisible; por eso, aunque real no es material y por ello tampoco tiene forma, ni tamaño, ni ninguna otra característica que pueda ser captada por los sentidos. Y es que, en nuestra existencia, el amor es una de esas cosas que para ser vista tienen que ser creída; sólo quien cree puede ver lo invisible porque como se dice en la novela de El Principito: “lo esencial es invisible a los ojos, pero es visible al corazón”.
Es cierto que a Dios nadie lo ha visto jamás, pero Dios nos habla con verdad, de modo razonable y creíble en su Palabra encarnada que es Jesucristo (cf. Jn. 1, 18) y si nosotros nos amamos unos a otros, hacemos visible el amor de Cristo (1 Jn. 4,12). Esta es la razón por la que Él nos ha mandado amarnos los unos a los otros y mantenernos unidos en ese amor para que el mundo pueda creer (cf. 17, 21 .26).
Quien acoge, como verdad absoluta de vida, el testimonio de amor incondicional que Dios nos ha dado en Jesucristo y se hace bautizar en su Nombre, recibe así, por la fuerza de su Espíritu, la virtud teologal de la fe. Por esta fuerza, el creyente puede ver, tocar y descubrir en Jesucristo, el misterio de amor (1 Jn. 1, 1-4) que es causa y explicación de nuestro enorme anhelo de amar y ser amados.
Rector de la Universidad Pontificia de México