LA PLAZA O LA COCHERA
Hace unos 30 años cuando era seminarista iba, como se acostumbra hasta el día de hoy en el Seminario de Monterrey, a ejercer mi apostolado en una parroquia al sur de la ciudad. Esta parroquia tenía muchas capillas además de la sede parroquial y además, por la demanda de la feligresía había una comunidad que se reunía en un parque cada semana. En muchas ocasiones me tocó acompañar al párroco o al vicario a esa comunidad a celebrar la Santa Misa y era una experiencia eclesial muy bonita. El pueblo, según recuerdo, se reunía en un buen número, aproximadamente 50 personas. La colonia era de un nivel de clase media baja. Cuando yo llegaba acompañando a los padres todo estaba ya dispuesto: la mesa de un vecino servía de un altar, los vecinos ya tenían destinados ciertos manteles para el servicio litúrgico, de la parroquia enviaban previamente lo necesario para el Sacrificio (vasos sagrados, libros, hojas para el pueblo). Según recuerdo la misa era el sábado en la tarde. El lugar incluso era adornado con algunas guirnaldas sencillas de papel crepe de colores. Una bonita experiencia eclesial semanal.
Pero claro. No todo era perfecto. Lo anterior estaba sujeto al clima regiomontano. Había días en que el calor o el bochorno estaban en su apogeo, el sol estaba más “duro” y había que mover todo dependiendo de la sombra de los árboles del lugar. Si llovía la gente casi no acudía y la celebración se mudaba a una cochera de una casa cercana. No faltaba un perro… o varios por ahí. Un niño en bicicleta dando vueltas y vueltas y vueltas, totalmente ajeno a lo que ahí se estaba celebrando y distrayendo a todos, seguramente no por mala fe sino por ignorancia o hasta por inocencia.
El celebrar la Eucaristía en una plaza o terreno no es ajeno a la Iglesia. Muchas comunidades así comenzaron y así iniciaron el proceso de consolidarse, organizarse e irse conformando en una familia cristiana cada vez más sólida. Sabemos que esos primeros pasos en las plazas, que a veces duran años o décadas, van caminando en la dirección de más tarde conseguir un terreno, organizarse y mandar una carta al alcalde haciendo una solicitud, para más tarde levantar un techo provisional…
Nunca faltan las dificultades… el vecino que no profesa nuestra fe y que se queja que se dañó el inexistente césped, la vecina que se queja de que le taparon su cochera y le habló a la patrulla, el municipio que cada vez se pone más estricto para dar un permiso a la comunidad de reunirse. Poco a poco habrá que ir resolviendo los problemas, los laicos junto con el Párroco.
Lo importante es perseverar, reunirse, escuchar la Palabra, comer el Pan… y reunirse en torno al altar y congregarse en grupos para el coro, la catequesis, los monaguillos. Poco a poco se fortalece la comunidad.
Para todo lo anterior hay que ir buscando el lugar indicado, la hora adecuada, los árboles frondosos; cómo y cuándo reunirse semanalmente.
Ya lo comentaba líneas arriba, en muchas ocasiones el punto de reunión no es una plaza sino una casa.
Recuerdo hace algunos años que en una parroquia en la que yo serví una comunidad se reunía en una casa. Una casa al mismo tiempo era comercio: un depósito de vinos y licores. Las personas bien intencionadas prestaban la cochera, la cual era barrida y aseada con diligencia. Pero que en las paredes de la cochera que iba a ser el punto de reunión tenía pintadas, como se acostumbra, publicidad de famosas marcas cerveceras. Sí, al fondo, se ponía una cortinita con un Cristo colgado de un clavito pero el ambiente era… de depósito cervecero. Me negué a seguir celebrando ahí. No me parecía el mejor lugar. Busqué que los generosos dueños de la casa no se ofendieran pero hablé con los encargados de esa comunidad y les dije “No, con la pena, ahí no es lugar”. La gente entraba y salía con cartones a un par de metros dónde se celebraba la Palabra y la Eucaristía. Algunos en sus cinco sentidos y otros ya con varios sentidos menos y la lengua muy suelta. No. No en cualquier lugar. Con la pena.
Gracias a los que nos acogen. Pero no cualquier lugar ni cualquier casa se adapta a las necesidades de la comunidad. Un ambiente de recogimiento mínimo se agradece. Un ambiente en que los hijos de la señora de la casa o los vecinos no estén con la música con el volumen a todo lo que da, una casa en que el esposo de la señora devota no salga sin camisa, enseñando panza, a media misa como torero atravesando la plaza…
Recuerdo otra casa dónde en ocasiones celebrábamos la Eucaristía. Era una cochera de una familia muy devota. Pero la gente que iba era tanta que no cabía en la cochera y se comenzaba a acomodar en sillas o banquitos en la calle… por la cual pasaban a escasos centímetros tráileres uno tras otro. No. Tampoco. No podemos exponer a la feligresía a un accidente. Uno nunca sabe cómo viene el conductor, atento o no, alcoholizado o no.
Un espacio digno, sencillo, sereno, agradable y seguro. Sería lo menos. El Pueblo de Dios y la Eucaristía lo merecen. Nosotros tenemos la misión de buscarlo.