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LA ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA AL CIELO: ¿HEAVEN O SKY?

Lamentablemente, algunos se quitan la vida porque no le encuentran un sentido a su existencia (suicidio); otros consideran la vejez como una enfermedad incurable y exigen a las autoridades no impedirles poner fin a sus sufrimientos con la muerte (eutanasia). Pero mientras algunos quieren terminar con su vida, miles de personas la pierden, de manera cruel y cotidiana, no por su propio deseo, sino a causa del absurdo capricho de un puñado de criminales que operan con la complicidad de un corrupto sistema judicial que no sólo los deja impunes, sino que les garantiza el libre comercio de armas.

Tan sólo hasta el pasado mayo de este 2022, el Secretariado ejecutivo del sistema nacional de seguridad pública ha registrado un total de 2910 asesinatos dolosos, mientras que, a la fecha, se contabilizan ya 100 mil personas desaparecidas, de las cuales, según cifras oficiales, la cuarta parte son mujeres y niñas, sin que pueda darse un reporte paralelo en el caso de los miles de migrantes que transitan por los inseguros caminos de México, donde la trata, el tráfico de personas y todo tipo de extorsiones están a la orden del día.

En contraste con el luto y el delito, hoy dedicamos más tiempo al cuidado del cuerpo e invertimos dinero en tratamientos, cirugías y cremas rejuvenecedoras, quizá, no sólo por un propósito de salud o un banal interés estético, sino también porque pretendemos así, ahuyentar la muerte que merodea en todas partes, siempre impune y triunfante. Y naturalmente, ninguno queremos someternos a su imperio.

En este oscuro contexto de muerte es decisivo educar a las nuevas generaciones y educarnos cada uno, en el respeto irrestricto a la vida. Importa por ello que comprendamos la vida, no como un fatal accidente (cf. Sab.2,1ss), sino como lo que es, un sagrado misterio de cuyo origen no sabemos nada, como tampoco sabemos nada de su término. Pese a la incertidumbre de una vida destinada a la muerte, la fe en la resurrección de Cristo nos da la luz para poder apreciar el valor de nuestra existencia, no obstante, su fragilidad.

La resurrección no es simplemente la creencia en la vida después de la muerte, sino sobre todo, la creencia en que el dolor, especialmente el provocado por la injusticia y la crueldad humana, no puede hacernos renegar de la propia existencia tan sólo porque ésta es mortal y vulnerable. Por eso, si la debilidad de la vida es, para algunos, motivo suficiente para terminarla, para el creyente, en cambio, tal debilidad es la promesa de una nueva vida, capaz de resistir a toda miseria, incluso a la misma muerte, pues como dice san Pablo «cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor. 12, 10)

Cultivar y fortalecer esta fe en la resurrección de Jesucristo es a lo que nos invita, cada 15 de agosto, la solemne fiesta de la Asunción de santa María al cielo. Por tanto, esta creencia mariana deriva y está íntimamente asociada a nuestra fe en la resurrección de Jesucristo. Por eso, después de una amplia consulta a los Obispos, así como al pueblo de Dios y basado en una larga tradición que se remonta al siglo IV, en 1950, el Papa Pío XII, haciendo uso de la infalibilidad papal, proclamó, en la constitución dogmática “Munificentissimus Deus” que: «es un dogma revelado que la Inmaculada Madre de Dios, la siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena, fue asumida a la gloria celestial en alma y cuerpo.»

Debe ser claro que el “cielo” a donde fue ascendida santa María, no es esa parte de la atmósfera donde contemplamos el sol, la luna y las estrellas y que, en el idioma inglés, se dice “sky”. Santa María fue subida a ese “cielo” que, en cuanto término de significado religioso, en inglés, se dice “heaven” y en el que, más bien, estamos invitados a contemplar el esplendor de nuestra vocación a una vida, preservada, como el cuerpo y el alma de santa María, de toda corrupción. La fe en esta divina promesa debe movernos a que también nosotros prometamos procurar siempre preservar nuestra vida y la ajena de todo aquello que la corrompe y envilece, especialmente, del desaliento ante las dificultades. 

El futuro pleno que vislumbramos en la santa Mujer llevada al cielo, comienza ya aquí en la tierra con la modestia de una fe que nos hace fuertes y resilientes para decir siempre, como Ella, en cualquier circunstancia, por penosa que sea, «hágase en mí, según tu Palabra» (cf. Lc. 1, 38). Así, el sinsabor del agua de nuestra vida se convertirá en la alegría de un vino mejor (cf. Jn. 2,) y toda nuestra persona, en cuerpo y alma, será recreada a imagen y semejanza de quien, con amor, venció la violencia y la muerte (Gn. 1, 1ss. Sab. 9, 1; Jn. 2, 5ss).

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Rector de la Universidad Pontificia de México

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