“Quiero ser sacerdote”. Recuerdo aún perfectamente bien cuando retumbó en mi corazón con certeza y convicción esta frase. Después de 2 años de discernimiento y oración, de rodillas en el momento de la consagración dentro de Misa, en mi parroquia de origen, María Esperanza Nuestra. Tenía en ese entonces 17 años y al ver a mi párroco elevando la hostia consagrada Dios respondió a la pregunta que tantas veces le había hecho. Al día siguiente, lunes, hablé con mis papás y desde ese entonces, 11 años de seminarista, 16 años de sacerdote siempre he contado con su apoyo incondicional. Un día después, martes, hablé con mi párroco, le conté acerca de mi proceso de 2 años y como Dios me concedió como una gracia muy especial responder a mi inquietud vocacional. Entré al seminario el 14 de agosto de 1994 y fui ordenado sacerdote exactamente 10 años después, el 14 de agosto del 2004, aunque mi primer año de sacerdote lo pasé dentro del salón de clases y la biblioteca realizando la investigación final para la tesis en teología. De los 11 años de formación, 6 los viví aquí en Monterrey en el seminario y los otros 5 en la Universidad Pontifica de México.
El proceso formativo dentro del seminario, es un proceso lento y largo. Tiempo propicio para ir madurando la decisión de ser sacerdote, de configurar el corazón con el corazón de Jesús el buen pastor, tiempo intenso de estudiar filosofía y teología, tiempo ideal para aprender a orar. Yo comparo el seminario con el vientre de una madre. Así como una criatura se va gestando lentamente, casi imperceptiblemente a lo largo de 9 meses y cuando está listo llega el momento del parto y abre los ojos a este mundo maravilloso. Así, análogamente, es el seminario, durante 11 años, el joven seminarista va gestando en su corazón una respuesta libre y decidida, una entrega generosa, una vida auténticamente cristiana y un corazón de pastor, hasta que llega el día bendito de la ordenación sacerdotal y el obispo pronuncia la oración consecratoria y unge sus manos con el santo crisma. Desde ese día dedicará su vida entera a ser Cristo cabeza que preside la comunidad de cristianos.
Muchos regalos he recibido de Dios en mi vida sacerdotal, pero el más grande y maravilloso es ser testigo de cómo Dios ama a su pueblo, se compadece, se enternece. Ver como Dios perdona los pecados a través de las manos ungidas del sacerdote, como se hace presente sobre el altar en cada Eucaristía cuando el sacerdote extiende sus manos consagradas sobre el pan y el vino pronunciando las mismas palabras del Señor.
Vienen a mi mente las palabras de San Pablo: “Pero llevamos un tesoro en vasijas de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4,7).
Dentro de un par de meses cumpliré 17 años de sacerdote y al volver la mirada atrás puedo asegurar que cuando Dios llama, da las gracias necesarias para cumplir la misión encomendada. Me llama la atención como sigue el Señor llamando a jóvenes a consagrar sus vidas para servir a su pueblo desempeñando el ministerio sacerdotal. Es el Señor, el buen pastor, que quiere seguir guiando a su pueblo, le habla en su Palabra proclamada, derrama su gracia en cada sacramento celebrado. En eso precisamente radica la misión fundamental del sacerdocio ministerial: servir al pueblo de Dios (sacerdocio bautismal) predicando la Palabra de Dios y administrando los sacramentos.
Es precisamente lo que he tratado de hacer en las distintas comunidades en las que me ha tocado servir: Sagrada Familia (CdMx), San Juan Bautista (Cadereyta), Corpus Christi (Gpe,NL), Instituto de Filosofía en el Seminario de Monterrey, San Antonio de Padua, San Juan de la Cruz, Sagrados Corazones (Nueva Italia, Mich.) y Santa Filomena.
Puedo concluir diciendo que si Dios nos ha llamado a los sacerdotes y nos ha consagrado, no es, de manera alguna, porque seamos ángeles, seres espirituales, colmados de virtudes, sino que ha puesto sus ojos en estos frágiles instrumentos, seres de barro para que se manifieste su amor y misericordia a su pueblo que tanto ama.