Después de la guerra, cuando los tanques y bombas ya habían destruido las ciudades del país, entraron los soldados y encontraron todo desierto.
Los pocos defensores que habían quedado habían huido, y la gente que pudo, confundida, aturdida, angustiada y herida, también se había marchado. Solo quedaba una sola persona, sentada en medio de las ruinas, y al preguntarle el soldado invasor:
– ¿Quién es usted? – Respondió:
– “Soy el obispo”.
– ¿Y qué diablos hace aquí?
– Contemplo y oro ante las ruinas de esta amada tierra que custodié y bendije…
– Por lo visto no la cuidó bien.
– Ese es mi pecado, y por eso pido perdón a Dios.
Y el soldado se alejó, perplejo con sus pensamientos, saliendo de entre los escombros de una Iglesia, y habiendo visto una figura de yeso, todavía en pie, en un pequeño nicho derruido…
+Alfonso G. Miranda Guardiola