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La voz del pastor

EN NAVIDAD, CONTEMPLAMOS EL ROSTRO MISERICORDIOSO DE DIOS

La infinita misericordia de Dios se manifiesta en cada momento de nuestra vida. Él, como buen Padre, no deja de asistir a sus hijos y, para quienes vivimos la fe, no deja de sorprendernos su infinita generosidad, ya que al enviarnos a su Hijo único, el Primogénito de toda creación (Cfr. Col 1, 15), nos ha entregado la vida eterna que, gracias a su oblación, podremos gozar plenamente.

El apóstol san Juan lo declara en el Evangelio: Dios, por amor al mundo, dio a su propio Hijo, y con él todas las cosas (cfr. Jn 3,16). Al dársenos en la Encarnación, nos ha dado toda la riqueza divina a la que nosotros tenemos acceso por su infinita misericordia.

Y la mejor forma de corresponder a ese amor divino es haciendo vida su Palabra, convirtiéndonos en misioneros de su misericordia, que es, como lo ha dicho el Papa Francisco: «la verdadera medicina para el ser humano y de la que todos tenemos necesidad». Es por esto que debemos ser auténticos testigos que compartamos con los más necesitados la vida nueva a la que todos estamos llamados.

Este tiempo de Navidad, es la ocasión ideal para abrazar en la misericordia a esos hermanos que están solos, que no han encontrado un corazón abierto que les permita sentir el calor, la acogida sencilla, como la que los pastores le prodigaron a Jesús, María y José en la gruta de Belén.

Es tiempo que los cristianos nos ocupemos de lo que es importante. Si Dios mismo se ha hecho hombre, decidiendo caminar con nosotros y compartir en todo nuestra vida, menos en el pecado (Cfr. Hb 4,15), qué estamos esperando para escucharlo en aquellos que están alejados y que nos gritan con su presencia la necesidad que tienen de ser amados.

No dejemos que la celebración de la Navidad sea solo un momento de reunión festiva, hagamos de esta Navidad el momento en el que la donación de nuestro corazón se refleje en la vivencia de las obras de misericordia, las cuales serán el eslabón perfecto que nos harán unir nuestra fe en Cristo con la vivencia de su palabra.

Seamos misericordiosos, como nuestro Padre celestial es misericordioso (Lc 6,36) y que su gracia, amor y bendición descienda sobre todas las familias de nuestra Arquidiócesis, sobre las autoridades civiles y sobre todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

Preparemos el corazón para la llegada de Nuestro Señor.

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