“Si me quiere, no me quiere…” y así, se pasaba Luis todo el día, deshojando margaritas. Y no sólo Luis, sino cualquiera de nosotros podríamos pasarnos la vida deshojando todas las margaritas del mundo y quedarnos siempre con la duda, de si la otra persona, realmente nos quiere como queremos que nos quiera. A veces, pensamos que sí… eso ocurre cuando estamos enamorados; pero a veces, pensamos que no… y eso es cuando nos sentimos frustrados. Todo mundo quiere ser amado, pero no por cualquier persona, sino precisamente por aquella que nos complace y que, al complacernos, no nos deja duda de que nos quiere. ¿Pero quién podría darnos gusto todo el tiempo?
La relación de convivencia entre las personas no es nunca para nada fácil. Muy frecuentemente dudamos de ser amados tan exclusivamente como desearíamos y con la duda empiezan los conflictos. Ciertamente, buscar la compañía y el incondicional afecto de una mascota resulta más fácil. Una mascota nos puede dar gusto todo el tiempo, aunque nosotros no hagamos lo mismo con el animal de casa. Por instinto y a causa de específicos procesos bioquímicos, muchos animales se agregan en grupos y establecen entre sí, un lazo de apego que les permite sobrevivir. También se apegan a su dueño, no importa cómo éste les trate, lo importante es que su cuidador representa la única manera de asegurarse sustento y compañía.
En cambio, entre nosotros, los seres humanos, la conformación de grupos y el establecimiento de relaciones interpersonales, obedece a procesos que van más allá de nuestra composición bioquímica. Un bebé, sabe ciertamente olfatear a su madre y se apega a ella sin saber siquiera su nombre, pero sin dudar que ella representa su alimento y su cuidado. Pero las cosas cambian cuando el bebé crece. La relación entre madre e hijo, como la relación con cualquier otra persona no responde a la pura finalidad de sobrevivencia, sino que se orienta a la relación de con-vivencia, pero ya no sólo de modo instintivo, sino sobre todo, de manera libre. La relación de convivencia implica un singular vínculo afectivo que es el resultado de una compleja historia de «libres decisiones» que cada uno de nosotros realiza, a fin de comprometerse con alguien, de un modo siempre más desinteresado.
Sin embargo, «querer desinteresadamente» a otra persona resulta siempre muy, muy complicado; simplemente, imposible. Esta dificultad del amor de convivencia, se explica en razón de que nuestra voluntad busca siempre el bien propio y, por ello, muchas veces, cuando decidimos querer a alguien, en realidad, lo que queremos es que esa persona “me quiera”. Entonces, realmente y por duro que parezca, no es que yo quiera a alguien, en sí mismo, sino más bien, quiero a alguien porque representa un bien para mí o porque ese alguien, a quien digo querer, tiene una cualidad que la vuelve “amable”, es decir, agradable para mí. Un padre quiere a su hijo, justo porque es “su” hijo; y el hijo quiere a su padre precisamente porque es “su” padre. Pero este amor natural entre padres e hijos dura solamente hasta que el hijo o el padre representan un bien el uno para el otro.
En cierto modo, debemos reconocer que cuando elegimos a alguien como objeto de nuestro amor, en realidad, no elegimos a esa persona, de una manera completamente libre. Más bien, somos movidos, atraídos, casi de modo irresistible, hacia la persona que amamos, a causa del bien que ella representa para nosotros y en la medida que esa persona nos quiere; o bien porque esa persona tiene cualidades o bondades que provocan que nosotros las queramos. Por eso, en el amor humano, no sólo y simplemente damos afecto, sino que al querer a alguien nos vemos recompensados con el afecto que recibimos de esa persona.
Cuando, en cambio, la persona que queremos nos retiene su amor o, de plano, nos lo niega, la relación entre ambos se pone en crisis y puede terminar en conflicto. En esa crítica circunstancia, «perdonar» sería la mejor y única muestra de un “auténtico” amor “desinteresado”. Quien perdona muestra con su perdón que está libremente dispuesto a dar cariño, sin antes haberlo recibido, o más aún, “pese” a haber sido odiado o rechazado.
Dar amor y recibir amor es la «natural» dinámica de la relación entre nosotros los seres humanos. Ciertamente, se trata de un amor equitativo y justo, pero no precisamente «gratuito». El amor gratuito, es decir, completamente “desinteresado” se llama, propiamente «caridad», y la caridad no es un acto natural de nuestra voluntad, sino que es una virtud teologal; es decir, una perfección que Dios provoca en nosotros cuando nos ama; de forma que amándonos, sin interés, logra que le amemos también sin interés hasta el grado de que por amor a él, podemos amar también a aquellos que no nos aman.
Rector de la Universidad Pontificia de México