Desde muy pequeño, Leonardo soñaba con “poder volar” hasta el cielo y desde allá, “poder ver” lo que había detrás de las nubes. Se imaginaba también que, algún día, “podría ver” con el alcance del halcón; o que “podría oír” con la potencia de los murciélagos. Una vez, le contó sus sueños a su hermano mayor, pero éste pronto le cortó las alas: «nosotros somos mamíferos implumes». «¿Qué, quééé?», preguntó Leo. «Uy, pareces animalito», se enfadó el hermano: «me oyes, pero no entiendes; nosotros, no tenemos plumas para volar».
De pronto, se iluminó el rostro de Leo que acababa de hacer su primer gran descubrimiento: «¡Exacto!; los animales no pueden oír las ideas y por eso, por más que les hables, no entienden. Ellos no pueden ver las ideas; las ideas son invisibles porque no son materiales, sino espirituales como nosotros». «Explica ese disparate», le exigió su hermano Tomás. «Con una idea puedes ver lo que sucedería, si por ejemplo, un caballo a galope se frena de repente».
« ¿Qué sucedería?», preguntó curioso Tomás. «Ay, ¿qué no lo entiendes?, pareces animalito.», replicó Leo, saboreando su revancha. Luego agregó: «Si el caballo a galope se frena de repente, el jinete saldría volando.» «¿Cómo lo sabes; eres adivino?», se asombró el incrédulo Tomás. «Es la invisible idea de la inercia que sólo “podemos ver” con el entendimiento.» Desde aquella vez, Leonardo “pudo ver” muchas cosas que otros no veían y así, llegó a ser un gran científico.
Recordemos, a propósito de Leo, que la «virtud» es una «fuerza», un «poder» o una “capacidad” que perfecciona lo que «naturalmente podemos hacer». Por eso, cuando esta «perfección» la obtenemos por la «repetición de actos», la llamamos «virtud natural»; cuando en cambio, la recibimos de Dios, la llamamos «virtud sobrenatural» o «teologal».
“Poder volar” como un pájaro, “ver” como un Halcón u “oír” como un murciélago son «actos» imposibles para un ser humano, del mismo modo que es «imposible» que un olmo produzca peras y ello, porque, hacer una cosa u otra no corresponde a nuestra naturaleza.
Pero, así como nosotros no podemos volar, ni ver lo que ve el ojo del Halcón, ni oír lo que oye el murciélago, estos animales y el resto de ellos «no pueden» «relacionarse libremente» entre sí para «comunicarse entre ellos modos de ver la vida».
Respirar, oler, ver y oír, por ejemplo, son operaciones que tanto los animales, como nosotros los seres humanos, podemos hacer, en automático, sin tener que decidirlo y sin necesidad de pensarlo. Pero las acciones en las que involucramos nuestra inteligencia y nuestra voluntad, son operaciones exclusivas de los seres humanos y las llamamos, por ello, «actos humanos».
Así como los seres humanos no tenemos la potencia visual del halcón o de otros animales, digamos que ellos tampoco “pueden ver” las ideas, ni los «invisibles modos» de vivir y convivir. Los animales “no pueden ver” lo que sucederá en un cierto futuro, como efecto de una determinada causa, porque los animales no tienen capacidad de razonar, ni tampoco tienen la capacidad de elegir un modo de vivir.
La inteligencia es la singular capacidad humana de “poder ver” las fundamentales realidades que hacen posible nuestra convivencia social. En la práctica, nosotros hacemos muchas cosas, presuponiendo como verdad, tantas otras cosas que “no vemos” y de las que no tenemos evidencia, pero creemos porque otros nos lo han dicho.
Nadie ve, por ejemplo, los microorganismos que acompañan un estornudo y, sin embargo, todos sabemos que, para evitar contagiar a otros, tenemos que seguir un determinado protocolo. También podríamos preguntarnos, ¿qué enamorado “puede ver” el tamaño del amor con el que es amado por la persona a la que quiere? El amor simplemente se cree, aunque “no se pueda ver” porque como dicen por ahí «hay ciertas cosas que, para ser vistas, tienen que ser creídas». Con razón decía “el Principito” que «lo esencial es invisible a los ojos, pero visible al corazón».
Cuando alguien asume como verdad lo que otro dice, sin tener evidencia, pero apoyado en la razonabilidad de lo que es dicho y en la credibilidad de quien lo dice, realiza el humano «acto de fe». Este humano acto de creer y confiar, se parece a la virtud teologal de la fe, pero se distingue fundamentalmente de dicho acto humano porque tiene un distinto origen, así como un específico objeto, y tal es Dios.
Rector de la Universidad Pontificia de México