Si nos preguntáramos cuál de las fases de la luna nos gusta más, si la del cuarto menguante o la del cuarto creciente, si la de la media luna o la de la luna llena, sin duda, obtendríamos tantas respuestas como tantos son los gustos de cada cual; por eso, se dice bien que «el gusto se rompe en géneros». Incluso alguien podrá decir que la luna es bella, aún cuando está eclipsada. En cualquier caso, la luna siempre hace gala de sí misma en compañía del sol que la ilumina o que la oculta.
Evocar la figura de la luna, en este mes de junio, viene bien a propósito de que en los inicios de este mes, celebramos la conocida fiesta del “Corpus Christi”. La luna nos ayuda a recordar precisamente aquella visión por la que la santa Juliana de Fosses, abadesa agustina del convento-leprosario de Mont-Cornillon, en Lieja, Bélgica, promovió fervientemente esta solemne fiesta. En aquella visión, la bella luna aparecía con una oscura mancha que, en la interpretación de Juliana, no significaba otra cosa que la ausencia, en la Iglesia, de una fiesta especial de adoración a la eucaristía.
Era entonces el año de 1246, cuando el Obispo de Liéja, Roberto Thorete, convocó un sínodo para establecer, en su diócesis, la celebración de lo que ahora llamamos la fiesta del “Corpus”. Esta celebración tuvo efectivamente lugar al año siguiente, en el jueves posterior al domingo de la Santísima Trinidad. La fiesta se extendió luego por toda Alemania, más tarde en Roma, por mandato del papa Urbano IV (1261-1264), sobre todo, a raíz del milagro eucarístico de la hostia sangrante, en la ciudad italiana de Bolsena. La fiesta logró de tal manera extenderse que, desde antiguo, está también presente en los diversos ritos de la Iglesia griega, como el sirio, el armenio o el copto.
La visión de santa Juliana de la luna con un punto negro, posee un simbolismo bastante sugestivo, porque ya desde antiguo, la luna fue la imagen que se utilizó para representar a la Iglesia, en razón de que así como la luna no resplandece con luz propia, sino que refleja la luz del sol, así del mismo modo, la Iglesia brilla en el mundo, iluminada por el fulgor de Cristo resucitado, su sol de inextinguible fuego. Según esta imagen, la liturgia de la Iglesia no podía no contar entre sus celebraciones con una que tuviera como centro el misterio eucarístico, pues la Iglesia debe “reflejar” en sus costumbres y celebraciones, la fe que profesa, es decir, la fe en el misterio de Cristo, su Señor, el cual entregó su cuerpo y derramó su sangre para nuestra salvación.
Para tomar conciencia del especial significado del Corpus Christi, vale la pena dejarnos interpelar por la exhortación que Moisés hace a su pueblo, en el libro del Deuteronomio (8,2): «recuerda el camino que el señor tu Dios te ha hecho recorrer en estos cuarenta años por el desierto… No sea que te olvides del Señor tu Dios que te sacó de Egipto y de la esclavitud y te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible … e hizo brotar para ti agua de la roca más dura y te alimentó con el maná.»
“Recordar y no olvidar” son dos verbos importantes en toda espiritualidad cristiana, pues no debemos jamás acostumbrarnos a la comunión del cuerpo y de la sangre de Cristo. A todos nosotros, en razón del sacerdocio bautismal, corresponde el noble encargo y la grave responsabilidad de preservar el significado creyente de las especies y de la celebración eucarística, a fin de que el pan y el vino no parezcan simplemente lo que parecen ante los sentidos. “Recordar y no olvidar” significa cultivar, en nosotros, el sentido eucarístico de la admiración, de la sorprendida gratuidad por todo cuanto él ha hecho por nosotros, de manera que podamos vivir, todo cuanto digamos y hagamos, siempre en conmemoración suya (Lc.22,19).
Celebrar el cuerpo y la sangre de Cristo, significa celebrar la humanidad de Dios y la divinidad de nuestra humanidad. Dios se ha hecho hombre para que nosotros nos hagamos Dios; Dios se ha hecho comida y bebida para que, nutriéndonos de él, lleguemos a ser semejantes a él que «no vino a ser servido sino a servir» (Mc.10,45). Por eso, se dice bien que «uno es lo que uno come»; y no se puede comer la carne de Cristo sin transformarse en Cristo. ¿Cómo podemos comulgar a Cristo y no comulgar con los hermanos?
Todos sufrimos hoy, la terrible hambruna de la solidaridad y de la fraternidad; por eso, ahora más que nunca, la devoción eucarística no puede ser sólo una devoción privada e intimista. La piedad eucarística no puede cultivarse como una devoción que, en lugar de llevarnos al encuentro con la humanidad y sus miserias, nos haga huir de ella. Comer, contemplar y adorar el misterio eucarístico es alimentar una nueva manera de ver la humanidad a la que se ha unido el Hijo del Padre, por su encarnación. Como Jesús, el Buen pastor, hay que dejarnos mover a compasión por los que tienen hambre (Lc.6,34 – 42); hay que movernos a compasión por las hostias vivas y sangrantes, laceradas por la brutalidad del odio, las guerras y las injusticias sociales que son causa, por ejemplo, de la lamentable emergencia migratoria.
Cristo amó a su Padre y a los suyos hasta el extremo, y se entregó como oblación y víctima de suave aroma (Ef.5, 1-2); por él y con él, celebremos este jueves de “Corpus”, el misterio eucarístico de nuestra vocación, es decir, el misterio de nuestra vida, llamada a hacerse con Cristo, hostia ofrecida, para vida de los demás.

Rector de la Universidad Pontificia de México
