Dios escribe derecho en renglones torcidos, decía mi madre cada vez que me sucedía algo que no esperaba en mi vida y que Dios permitía. Cuando entré al Seminario de Monterrey tenía 15 años, y fue cuando inició esta aventura del llamado de Dios. Fueron pasando los años de mi formación y tuve momentos complicados en mis experiencias de misión, recuerdo concretamente cómo en una ocasión un buen amigo me comentó, observa cómo Dios te va preparando para cuando seas sacerdote, para que aquello que te vaya a pedir le puedas siempre decir que sí.
Previo a mi ordenación sacerdotal le pedía a Dios que me enviara a donde Él me necesitaba, pero aun así, reconozco que Dios no me envió a un lugar donde él me necesitaba, sino que me envió al lugar donde yo necesitaba estar para aprender a ser un buen pastor. Fue en una ocasión en una junta de los sacerdotes que Don Rogelio nos hizo la invitación a los sacerdotes y a los futuros sacerdotes a ‘levantar la mano’ para venir a misionar a la Diócesis de Apatzingán, lugar de violencia, sufrimiento, tristeza y dolor. Las palabras de ese día, sentí que fueron dichas para mí, reconocí la voz de Jesús en mi obispo, y cuando me di cuenta ya le había dicho a Don Rogelio que yo deseaba asistir.
Después de mi ordenación sacerdotal, esta ha sido mi primera encomienda. En la Parroquia dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe, contamos con 16 capillas que atendemos junto al templo parroquial y en las que compartimos la vida de fe junto a las personas que forman parte de nuestro territorio parroquial. Agradezco a mi párroco el Pbro. Carlos Caballero Núñez, quien ha sido un hermano para mí, quién me ha ayudado a vivir con valentía esta estancia en nuestra amada diócesis de Apatzingán. No me arrepiento de que Dios me haya invitado a venir a vivir las primicias de mi ministerio en esta diócesis. Este fue el regalo de mi ordenación sacerdotal.
Cuando llegué a Apatzingán, los primeros días fueron muy difíciles. La violencia es el pan de cada día, la impunidad es sin duda la muestra más clara del Estado fallido que existe en estos lugares. La narcocultura es lo que alimenta las aspiraciones de los más jóvenes. He recorrido casi toda la diócesis de Apatzingán, he visto cómo hubo pueblos que estaban sitiados y secuestrados por personas de grupos delictivos. Sin embargo, aquí he visto cómo la bondad no muere, siempre son más las personas buenas.
He llegado a una tierra de mártires, una tierra de hombres y mujeres que no se cansan de hacer el bien a pesar de tener la tentación al alcance de la mano, siguen apostando por la paz, la verdad y la honradez demostrándonos que Dios siempre puede más. Muchas personas viven en la verdad, viven la fe y encarnan en su vida el Evangelio siendo ellos mismos páginas vivas del Evangelio que quien se acerca a conocerlos sale siempre confortado y animado en la fe. En este lugar he descubierto que para conseguir la paz puede más un corazón dispuesto que todo un arsenal.

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El obispo de Apatzingán, Mons. Cristóbal, en sus predicaciones y en sus acciones me ha enseñado a ver, por más difícil que parezca, que la paz sigue siendo posible, la paz es la meta de nuestros pueblos. Recuerdo bien, una homilía que dio en una comunidad que acababa de vivir un hecho muy violento, en la que nos decía, al igual que Jesús: “No pierdan la paz, no se acobarden, porque Cristo es nuestra paz, una paz que no se gana con armas, sino con la disposición del corazón”.
Aquí he venido a aprender que la paz es posible, es fruto del encuentro con Cristo. Quien se ha encontrado con Jesús, no puede desear egoístamente la paz sólo para sí mismo, y los suyos. La auténtica paz es aquella que se desea para todos, incluso para aquellos que nos hacen el mal, porque nuestros victimarios también son víctimas del mal y la violencia que generan, pero lo son más, del pecado y de las falsas esperanzas que el mundo les ha ofrecido y que en muchas ocasiones era, aparentemente, el único camino disponible.
Ahora siento en mi carne el deseo sincero de San Juan Pablo II “nunca más la guerra”, porque cualquier guerra, cualquier levantamiento entre hermanos “es una derrota para la humanidad” (Papa Francisco).
A todos los que lean esto les digo lo mismo: No tengan miedo, no se acobarden. Es Cristo quien nos sostiene, es Él quien infunde en nosotros el valor para unirnos a su misión. Nuestra vida está en sus manos, y nuestro corazón también. Pidamos mucho para que nuestro Dios infunda en muchos sacerdotes el valor de venir a ayudar a esta diócesis tan golpeada. Porque ¿Cómo llegaremos ante la presencia del Buen Pastor cuando le dimos la espalda y dejamos a suerte de los lobos a las ovejas por las que Él ha dado la vida?